Hasta el año 2003 vivimos el vértigo de realidades contrapuestas, donde la política que había sido derrotada por la muerte y el terror, volvía con un despertar eufórico y cauteloso, apagado luego por el advenimiento del neoliberalismo, experiencia socavadora de los valores de la política partidista. Yo vivía el entusiasmo por mi carrera docente, mi nuevo rol de madre y la búsqueda de un espacio desde donde reconstruir una participación comprometida, según mi estilo de vivir. (Era y soy una mujer de izquierda). Miré con agrado las críticas de un grupo de peronistas llamado Los ocho, liderados por Germán Abdala y Chacho Álvarez. También seguía con interés el dinamismo imparable de un joven concejal de Rosario llamado Agustín Rossi.
Volví a vivir en pueblo por la simple conjunción de una cercanía familiar y la idea de que los hijos crecieran en la sencillez de la vida pueblerina.
Sentía un profundo desprecio por esos gobiernos que habían desterrado a mi papá del trabajo agropecuario y que lo sumía a vivir con una jubilación miserable, después de haber sido propietario, agricultor, comerciante, fletero y predicador comunista.
El derrumbe de la cultura del trabajo, el ascenso de la especulación, hacía tambalear a los chacareros que debían en las carnicerías y se movilizaban en viejas camionetas con su chapa picada.
Primero murió mi papá y después mi mamá, 2001 y 2002, creo que vencidos por las vicisitudes que intentábamos disimular.
Fue ahí cuando apareció un político que hablaba en Crónica casi todos los días, recorriendo el país, a quien comencé a prestar atención. Después vinieron las elecciones, una segunda vuelta y la renuncia de uno. Recuerdo que le decía a amistades peronistas que había que votar a Kirchner. No tenía dudas.
Lo que viví a partir de allí fue inesperado. Kirchner levantaba banderas de los derechos humanos, no tenía miedo, hacía bajar los cuadros de dictadores, miraba las minorías, se abrazaba con la gente, se unía con líderes democráticos latinoamericanos, no le importó juntarse con Hugo Chávez y burlar al imperialista Bush, apoyó a un indio para gobernar Bolivia, planificaba economía y cultura poniendo en valor la ciencia, la inclusión, la integración en un Mercado común y la UNASUR. Los chacareros recuperaron sus campos hipotecados, empezaron a producir con rendimiento económico, cambiaron su estilo de vida, compraron casas en los pueblos, departamentos en las ciudades, comenzaron a viajar, renovaron camionetas, maquinarias.
Poco a poco lo que era vida pacífica y armoniosa se fue transformando. Comenzó a brotar una especie de agresividad, un bizarrismo que convirtió los buenos modales y el respeto en molestia, diferencias, estigmatizaciones. Vino el 2008. Unos nos fuimos callando, viendo como los medios televisivos y las radios desconocían el sentido de autoridad democrática y arremetían con el respeto, utilizando un lenguaje basado en la tergiversación del sentido y la burla como método.
Un profundo antiperonismo resurgió con la potencia de aquellos 55 que la historia se encargó de ocultar. Fue entonces que se produjo el nacimiento de una nueva burguesía y pequeña burguesía que junto con otros sectores desclasados adhirieron a esas formas de división social, con mucha carga de odio.
Los mecanismos lingüísticos y sicológicos conque el poder económico convence y transforma la convivencia otrora fraternal, habían logrado introducir su veneno en la familia, en el club, en las instituciones, en las escuelas, en las calles. Un desagradable resentimiento corroe el sentido común, que sale embanderado en nombre de la república a defenderse de nosotros o nosotras, que al igual que las mayorías luchamos por el trabajo, la educación, la cultura, la paz y el respeto al otro. Y cree que aquellos que siempre trabajaron con sus manos, en negro, con desventajas y víctimas de la injusticia social, irán por sus casas, sus tierras, sus bienes. ¿Acaso hay alguien que crea eso, verdaderamente? ¿Es en serio?
Vivimos una pandemia. Un fenómeno inusitado, desconocido y amenazante. Pero esa misma conducta de desamor y desprecio por la vida humana, incluso por aquellos que ponen el cuerpo para salvar vidas, es el producto del daño inconmensurable que hizo el gobierno neoliberal de empresarios y ceos que padecimos hasta el año pasado. Y de no ser así, no hubiese ganado las elecciones un proyecto nacional y popular, o populista, si gusta más, que pone por delante la vida, y hasta paga sueldos que las grandes empresas aceptan con gusto mientras desangran hasta el hueso las políticas públicas del Frente de Todos, incendian naturaleza y envenenan las conciencias.
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